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Oralia de Turista


El sábado por la tarde, decidí llevar a mi mamá, Oralia, a descubrir Mérida. Le pedí a mi esposo que nos dejara en la Plaza Mayor, justo frente a la imponente catedral. Caminamos despacio, muy despacio, y nos dirigimos al encantador restaurante de los sopes. Anita se ofreció a hacer la fila, mientras nosotras nos acomodábamos en una mesa frente a la calle 60.

Oralia disfrutaba de ver a la gente pasar, sumergida en un vaivén de colores y rostros. El tiempo se deslizó suavemente hasta que Ana regresó con los alimentos. Sin embargo, a Oralia no le agradaron. Tal vez, en su inconsciente, se había grabado tan profundamente la idea de que las tortillas no eran saludables, que ya no podía disfrutarlas. Le dio apenas dos mordidas y al final solo comió el relleno de una, dejando la otra, una deliciosa gordita de pollo con mole, intacta. Con un gesto generoso, se la obsequié a un niño pequeño que pedía limosnas. La recibió con una gran sonrisa y una gratitud desbordante. Tal vez Oralia sabía que iba a hacer muy feliz a alguien minutos después.

Al terminar de comer, decidimos pasear por la plaza principal y observar la vida que allí florecía. Los vendedores intentaban atraer a los transeúntes con sus productos, los turistas tomaban fotografías y los locales disfrutaban de momentos familiares. Cambiamos de bancas cinco veces para evitar el sol del mediodía. Aunque todas traíamos sombreros, el sol se sentía implacable. Finalmente, encontramos la mejor banca frente al Palacio Municipal, bajo un frondoso árbol que nos ofrecía su sombra protectora.

Mientras disfrutábamos de la frescura, un hombre hablando inglés con un marcado acento francés se acercó a Oralia. Con una profunda mirada, le dijo que era la mujer más hermosa que había visto y que si la podía invitar a pasear. Mi madre solo vio al hombre apuesto frente a ella y, con una sonrisa cómplice, asintió tímidamente. El hombre se retiró con una promesa: «Regreso en un rato y te vuelvo a hacer la pregunta.»

Oralia no entendía bien lo que pasaba y solo volvió a sonreír. Cuando el hombre se alejó, Anita y yo rompimos en carcajadas, y mi madre nos preguntó qué quería ese hombre. Anita, con picardía, respondió: «¡Quería robarte!» y nos reímos aún más. Oralia, con su curiosidad intacta, preguntó nuevamente: «¿En serio, qué me dijo el señor?». Le contesté: «Dijo que eras la mujer más hermosa que había visto.»

Ella guardó esas palabras como música para su alma, sonrió nuevamente y quedó perdida en su sonrisa, viendo a las palomas volar.


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