Abrazo fuerte a mi madre con Alzheimer
El abrazo es una demostración de afecto que nace del corazón y se materializa en un gesto que trasciende los límites físicos del cuerpo para acariciar el alma de aquellos que se aman. En un mundo en el que la frialdad del individualismo nos aleja del abrazo, este acto de amor sigue siendo una forma sublime de comunicación que nos conecta con la esencia de nuestra humanidad.
En el abrazo de una hija a su madre con Alzheimer, se expresa la ternura, la compasión y la comprensión de una relación que ha evolucionado en un espacio de fragilidad emocional que trasciende toda lógica racional. En esa unión afectiva, la hija es capaz de trascender el deterioro físico y cognitivo de su madre para seguir viéndola con los mismos ojos de amor y admiración que tuvo en la infancia. Ella sabe que la esencia de su madre sigue allí, aunque se encuentre en un cuerpo que ya no responde a los estímulos de la vida ordinaria.
El abrazo de una hija a su madre con Alzheimer es un acto de absolución, de perdón y aceptación de las limitaciones humanas. En ese silencio de afecto que se experimenta en el abrazo, se borran las fronteras del tiempo y del espacio para unirse en un solo ser los corazones de dos seres que se necesitan mutuamente. La hija sabe que ese abrazo suaviza el dolor de su madre, que calma sus miedos y traslada la certeza de que no está sola.
En ese abrazo, comparten el presente y el pasado, las más dulces memorias de una vida compartida y el dolor que produce la pérdida de las capacidades cognitivas y motoras que se van desvaneciendo. Allí se expresan lo más profundo del ser humano, la capacidad de amar incondicionalmente, de perdonar nuestras propias limitaciones, de aceptar el paso del tiempo y la pérdida inevitable de todo lo que es material.
La hija extendió sus brazos para abrazar a su madre, aunque temió que no la reconociera, aunque no tuviera la certeza de que ese abrazo calmaría su tormento. No le importó la falta de respuestas cognitivas, porque sabía que su alma sigue allí, porque sabe que el amor no requiere reciprocidad para existir. Sabía que en ese abrazo encontraba la forma de devolverle algo del amor que su madre le dio, de agradecerle por los momentos más felices de su infancia y de ser un bálsamo para la soledad de su corazón.
La madre se quedó inmóvil, en un estado de enajenación sensorial que le impedía comprender la magnitud de ese abrazo. Pero la hija sentía que su madre le correspondía, que su presencia era un oasis en medio del caos de una enfermedad que convierte a los seres más queridos en extraños incomprensibles. Y así, la siguió abrazando, tal vez por unos segundos o por unos minutos, hasta que sintió que la energía de ese abrazo empezaba a disminuir y que su madre empezaba a perder el hilo de ese momento mágico. Se separó lentamente de ella, como si fuera un cristal delicado que se pudiera romper con el más mínimo roce, y le regaló la más cálida de las sonrisas.
En su corazón, llevaba este recuerdo de un abrazo que trascenderá más allá del presente, que quedará grabado por siempre en su memoria y en su alma. Un abrazo que significó el mayor acto de amor que podía ofrecer a su madre. Un abrazo que fue la forma más sublime de comunicarle que no está sola en su camino, que siempre la acompañará en la luminosidad y en la oscuridad, en la salud y en la enfermedad, en la felicidad y en el dolor.
La hija sabe que el camino será largo, que tendrán que superar muchas dificultades juntas, pero también sabe que en su abrazo encontrarán la fuerza para perseverar, para resistir las inclemencias de la vida y para celebrar cada momento de dicha que puedan compartir. Y así, la madre y la hija quedaron abrazadas por siempre en esa piel invisible que une los corazones más allá de los límites de la razón. Y en ese abrazo, se sintieron un solo ser.
