Quiero seguir
«Anoche, en el claro y alegre de mis pensamientos, tuve el privilegio de escuchar a Gladys McGarey, cuyos años se despliegan como hojas doradas en el otoño de la existencia. A sus 102 primaveras, ella se alza como un faro de sabiduría, sus palabras tejidas con hilos de amor y experiencia.
Gladys, con su mirada centenaria, contempla el mundo con una ternura que solo los años pueden conferir. Sus ojos, como luceros cansados pero resplandecientes, han visto las estaciones cambiar, las guerras desvanecerse y los corazones latir en un coro eterno. Y en esa sinfonía de vida, ella sostiene una verdad inmutable: el amor es la medicina suprema.
Sus palabras, susurradas con la fragilidad de un pétalo de rosa, me conmovieron hasta las lágrimas. ¿Quién podría imaginar que en el crepúsculo de los días, el amor seguiría siendo el bálsamo que alivia todas las heridas? Si embargo, Gladys lo sabe. Ella ha vivido lo suficiente para ver cómo el amor sana, cómo une los fragmentos rotos y cómo enciende la llama de la esperanza.
A mis casi 62 años, me encuentro en un cruce de caminos. Muchos insisten en que abandone mis sueños, que me detenga, que me quede quieta. Aunque yo, como un barco en busca de su estrella polar, tengo tantas travesías por emprender. Quiero recorrer los senderos que aún no he pisado, descubrir los secretos que aguardan en las esquinas del mundo.
Desde mi juventud, he sostenido una promesa silenciosa: *moriré a los 102 años. El 4 de mayo de 2064, cuando los lirios blancos se inclinen hacia el mar, y el sol se retire con un beso dorado. Allí estaré, frente al horizonte, contemplando el ocaso como un último poema.
Gladys habló de su encuentro con Gandhi a los 10 años. En ese instante, la energía del Mahatma fluyó hacia ella, impregnando su alma con una luz que nunca se desvaneció. Me quedé pensando: «Somos más que carne y hueso; somos chispas de energía, danzando en el vasto universo. Con una mirada, podemos trascender los límites de nuestra existencia.»
Recuerdo cuando conocí a la Madre Teresa de Calcuta en un rincón de Suiza en uno de mis múltiples viajes de negocios. Sus ojos, profundos como pozos de compasión, se encontraron con los míos. Me entregó un rosario, un hilo de fe que aún acaricio en mis momentos de quietud. Ese mismo rosario, como un tesoro ancestral, sé lo regalé a mi abuela materna. Una noche después de nadar en la piscina bajo las estrellas, ella me susurró: «Es hora de que lo guardes, mi niña», no supe en ese momento que sería la última vez que nos veríamos en la madre Tierra, que se estaba despidiendo de mí, que su ocaso había tocado su puerta.
En mi casa de Monterrey, el rosario reposa en un cofre de recuerdos. Es un lazo invisible que conecta generaciones, un faro que guía mis pasos.
El propósito de vida, como un viento constante, me impulsa a seguir. No estamos solos en esta danza cósmica; podemos pedir ayuda, extender nuestras manos y encontrar compañía en las estrellas.
La capacidad intelectual de Gladys a sus 102 años es un prodigio. Así deseo que sea mi vida: una sinfonía de amor, un poema tejido con hilos de comprensión y pasión. Que mi luz, como un faro en la noche, ilumine a otros y me guíe hacia el horizonte donde los sueños florecen y las almas se entrelazan.
Que así sea, como un verso de amor, impregnado de salud y abundancia eterna.»
Adriana Rodríguez
La doctora Gladys McGarey, reconocida internacionalmente como la madre de la medicina holística, sigue ejerciendo como doctora a la edad de 102 años. Es cofundadora y expresidenta de la American Holistic Medical Association, así como cofundadora de la Academy of Parapsychology and Medicine y fundadora de The International Academy of Clinical Hypnosis. Fue una de las primeras doctoras de Occidente en utilizar la acupuntura en Estados Unidos y formó a numerosos profesionales del sector. Abogó por que se permitiera a los padres estar en las salas de parto de los hospitales y viajó a zonas rurales de Afganistán para enseñar a las comunidades sobre salud y bienestar.