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Alexa no responde

«En el Naranjo Azul en la sala de estar, donde los ecos de melodías pasadas aún danzaban en el aire, Berend, con un gesto de modernidad, decidió instalar un nuevo artefacto, un oráculo de música, para que las notas fluyeran como ríos de sonidos en nuestro refugio familiar y en el santuario de mi madre. Con meticulosa dedicación, ajustó los hilos invisibles de la tecnología, pero en un capricho de políglota, selló los comandos en inglés y neerlandés.

Berend, ya ausente en sus quehaceres cotidianos, dejó el escenario para el regreso triunfal de mi madre, cuyos pasos, aún calientes del vigor vespertino, buscaban el consuelo de las sinfonías clásicas. «Alexa, por favor, regálame la serenidad de Beethoven», imploró con dulzura; mas la respuesta fue un silencio, un vacío de comprensión, pues aunque Alexa conocía el lenguaje de Babel, no se le había susurrado el español.

Persistente, mi madre invocó de nuevo a la musa electrónica, esta vez con un toque de humor y desesperación: «Alexa, chihuahua contigo, sorpréndeme con algo». Fue entonces cuando la máquina, con la frialdad de su voz metálica, confesó su desconcierto: «I don’t have that melody».

Irritada, mi madre abandonó su sofa y me buscó, inquiriendo sobre el destino de su camarada virtual. Le revelé la barrera idiomática impuesta y, con paciencia, transcribí en su libreta las frases mágicas para domar a la bestia del silicio. Antes, en días más claros y sin demencia, mi madre habría entablado conversaciones fluidas en la lengua de Shakespeare sin titubear.

Con la libreta en mano, regresó a su silla, murmurando las palabras como hechizos, compartiéndolas con Anita, su fiel escudera. «Por favor, proclama esta invocación con fuerza», solicitó. Anita, en un acto de lealtad, enfrentó al genio encerrado en su lámpara moderna y, con un inglés teñido de castellano, intentó liberar la música. Dos intentos fallidos y la frustración se pintó en el rostro de mi madre, quien, entre la insistencia y la esperanza, pidió un nuevo esfuerzo, y fue entonces cuando Alexa, en un giro inesperado, reveló su secreto: «También entiendo español».

La risa nerviosa de Anita resonó en la sala, una carcajada que decía «Mira, Oralia, le hemos enseñado a hablar nuestro idioma». Así, en un instante de sorpresa y alegría, la tecnología y la humanidad se entrelazaron en un baile de entendimiento y conexión.
¡Mi madre, Oralia volvió a sonreír!

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