Somos los hijos de padres que no fueron a terapia.

Somos los hijos de quienes hicieron lo mejor que pudieron con lo que tenían, navegando entre silencios que ocultaban lo que nunca se dijo, entre reglas que nunca se cuestionaron y emociones que se comprimieron hasta volverse invisibles.
Crecimos aprendiendo a leer gestos más que palabras, a sobrevivir en la incertidumbre de lo que no se expresaba y a encontrar sentido en lo que, para ellos, no tenía nombre.
Pero no estamos aquí para juzgar. Sabemos que cada generación carga con el peso de su propia historia. Nuestros padres también fueron hijos, formados en un tiempo donde la vulnerabilidad era un lujo y la introspección, un camino poco transitado. Donde las heridas no se nombraban, solo se sobrellevaban. Donde el amor se medía en sacrificios y el silencio era la forma de protegerse.
Sin embargo, aquí estamos. No como víctimas, sino como herederos de una historia que elegimos transformar. Aprendiendo a nombrar lo innombrable, a reconocer los miedos que se nos heredaron sin culpa, y a darnos permiso de sentir sin miedo al juicio.
Sanar no es culpar. Es comprender que lo que recibimos fue lo que ellos supieron dar. Es mirar con compasión su historia y con responsabilidad la nuestra. Porque hemos elegido un camino distinto: trascender lo aprendido sin despreciarlo, construir sin destruir, honrar sin repetir.
Nos toca aceptar que no podemos cambiar el pasado, pero sí transformar su eco en nuestras vidas. Nos toca abrazar nuestras heridas con ternura, convertirlas en fuentes de sabiduría y permitirnos ser la generación que abra el camino a nuevas formas de amar, de vivir, de estar, de ser.
Somos los hijos de padres que no fueron a terapia, pero hemos decidido sanar, crecer y romper el ciclo con amor y conciencia.
